lunes, 6 de septiembre de 2010

Notas sobre el pasar del tiempo.

A continuación, un conjunto de notas sueltas, apresuradas, desordenadas y apenas sin revisar, sobre el pasar del tiempo. Estas notas nacen del encuentro paradójico con la ausencia de Yanko, y de otros encuentros menos paradójicos con textos de Trías y con algunas consideraciones nietzscheanas sobre el tiempo.

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Un cambio aparece como tal cambio solo referido a aquello respecto de lo cual es cambio. Una novedad sólo aparece como tal novedad si sigue apareciendo (si se conserva) aquello respecto  de lo cual es novedad. De lo contrario, la novedad no puede aparecer con los rasgos que le son propios. El tiempo pasa. Pero la novedad que trae ese pasar solo aparece en sus rasgos propios si continua apareciendo aquello respecto de lo cual es novedad. De lo contrario tendríamos una sucesión instantánea de presencias sin relación entre ellas y “novedad” es una relación entre dos. Si falta una de ellas, la otra no se constituye como novedad. Una conclusión: el pasar del presente es, a la vez, el conservarse del pasado. Si uno de los términos falta, no se constituye el otro. Si el pasado no se conservase, el paso del presente sería una sucesión de instantes que simplemente se reemplazarían los unos a los otros y, por lo tanto, no podrían ser unos novedad respecto a otros. Si el presente no pasara, distinguiéndose de sí, el pasado no podría aparecer como conservando cuanto sucede.

La conservación del pasado necesita del pasar del presente. El pasar del presente necesita de la conservación del pasado.

¿Qué es entonces lo que sucede, pues el tiempo no es mera sucesión ni mera conservación?

“El presente pasa” significa: siendo siempre él mismo, el presente se distingue de sí mismo. El pasar del presente implica dos aspectos de un mismo fenómeno. Uno es el distinguirse de  sí. Otro es el ser él mismo quien se distingue. Un aspecto es la distinción. Otro es la mismidad.  Ambas componen el fenómeno como variación.
El primer aspecto nos habla de la diferencia que afecta a aquello que pasa. El segundo nos habla de la mismidad de aquello que se conserva.

El presente no cesa de distinguirse de sí mismo, hasta el punto de que nos es imposible atraparlo. O bien lo esperamos, o bien lo recordamos, pero no podemos tenerlo “ahí”: o bien está por venir o bien ya ha pasado, pero nunca es “lo que pasa”, a no ser considerándolo en su subdivisión infinita. (Un alumno nos decía el curso pasado que el presente no existe porque o bien está por llegar o bien ya ha pasado, pero nunca está) (el presente, al ser paso, nunca está presente porque cuando lo está, pasa. Su modo de estar presente es el de no estarlo nunca del todo, siempre subdividido en un “aún no” y en un “ya no”. El presente nunca tiene lugar).

Pero es él quien no cesa de subdividirse en sí mismo.
Nunca es igual a sí mismo, nunca es idéntico a sí (no cesa de variar), pero siempre es  él mismo quien varía, es él mismo en ese incesante diferir de sí. Es él mismo siendo diferente de sí mismo. Al variar de sí, se conserva en  sí mismo. Conservándose en sí mismo, difiere de sí. Es precisamente distinguiéndose de si mismo, separándose de lo que era, “pasando”, como persevera en sí y se conserva, “quedando”. El pasar y el quedar no se oponen en el fenómeno del paso del tiempo. Y solemos afirmar esa separación: o bien algo “pasa” o bien algo “queda”. O bien una realidad pasa y es efímera y fugitiva, apenas nada, o bien una realidad “queda” y es sólida presencia, incluso eternidad. O bien una realidad es temporal, fugitiva, pasajera, derivada, o bien es sólida, eterna, original. Hijos de un platonismo mal entendido, dividimos cuanto aparece en dos tipos de realidad: una realidad originaria, eterna, inmóvil, y una realidad derivada, temporal y cambiante. Y hoy tachamos la primera sin podernos desprender de la segunda. Sin embargo el fenómeno del tiempo y su paso nos revela algo distinto. El tiempo “pasa” porque  difiere de sí mismo, se distingue de sí, es, respecto de sí, irrupción de novedad. Pero el tiempo “queda” porque es él mismo quien difiere de sí, hasta el punto de que es ese diferir de sí aquello en lo que consiste su mismidad, su ser “él mismo”. El tiempo es “él mismo”, es quien es, precisamente en su diferir de si, en su distinguirse de sí mismo, en su “pasar”.

¿Por qué se celebra el paso del tiempo? ¿Por qué se celebran los cumpleaños, los aniversarios, el fin del año o el comienzo del nuevo?

(Cuando un tiempo”pasa”, cuando el invierno deja paso a su primavera, cuando una edad es dejada atrás, irrumpe lo más lejano, el origen intemporal del que nacen las cronologías se presenta al irrumpir esa diferencia que hace pasar al tiempo. Ese “paso” ese distinguirse de sí, es irrupción de lo eterno, del origen de las cronologías, irrupción de un “siempre” y, como tal es celebrado en rituales y fiestas. Cuando un tiempo “pasa” es que el tiempo “mismo” ha hecho irrupción, esa mismidad que consiste en diferir de sí. El diferir de las épocas es la mismidad del tiempo. El diferir de la épocas es la revelación =el aparecer, el mostrarse = de la mismidad del tiempo. Allí donde adviene una diferencia irrumpe una mismidad. Lo mismo regresa en el diferir de si).

Es en el tiempo, es en su seno, en donde nos movemos, vivimos y somos.

El tiempo es Olvido porque se separa de sí, adviene a sí mismo como otro, como otro tiempo, como alteridad, (decimos: los tiempos cambian, no podemos retener al tiempo), rompe consigo mismo, difiere de sí, despierta de sí cada mañana, dejándose atrás, naciendo de sí incesantemente, y tal como el niño recién nacido, es Olvido, un nuevo comienzo, Azar.

Pero al ser él mismo quien difiere de sí, el tiempo es Memoria y persistencia, y conservación, pues es él mismo quien difiere de sí mismo y es quien en ese diferir de sí se afirma a sí. En su Olvido está su memoria, en su separación está su retorno.

Por eso el curso del tiempo no tiene un origen lejano del cual procede. Su origen paradójico está aquí, ahora, dando de sí todo aquello que puede, abriendo sin cesar los instantes y las distancias, manando sin fin. En su seno nos movemos, vivimos y somos.

Una clave para no olvidar y entender lo anterior es considerar el pasar del tiempo como un distinguirse de sí. Y la idea de ser siempre el mismo pero nunca lo mismo. Adivinanza: ¿Qué es eso que siempre es él mismo pero nunca es lo mismo? Otra clave son los textos de Trías y el resumen que hice, donde se trata de la implicación de mismidad y diferencia en la comprensión adecuada del límite.

¿Por qué la vida, a pesar de las diferencias que la constituyen, las épocas, las edades, las fases, los momentos, es siempre ella? Porque diferir es lo propio de su mismidad.

¿Por qué la vida, a pesar de ser siempre ella misma, nunca coincide consigo misma, siendo siempre otra de sí? Porque lo propio de su mismidad es diferir.

“El tiempo pasa” significa que el tiempo difiere de si, se distingue de si mismo, pasa y varía, pero al consistir su mismidad en ese diferir, hay que decir que en ese distinguirse de sí, en ese “pasar”,el tiempo se reúne consigo mismo. En la medida en que difiere de si, el tiempo es “pasar” y Olvido. En tanto ese diferir es su modo de ser sí mismo, el tiempo es quedar, es Memoria, es reunión consigo. En la medida en que difiere de sí se reúne consigo. En la medida en que se identifica consigo se pierde a sí. En la medida en que nada pasa y el tiempo permanece idéntico a sí mismo, se encuentra perdido y busca reencontrarse. Clama y llora por él mismo. En la medida en que difiere de sí e irrumpe en lo que era como otro, se reencuentra.

Separarse de sí, reunirse consigo.

“El tiempo pasa” significa que advertimos en él un cambio, una variación. No permanece idéntico a sí mismo sino que varía (y en esa variación va a tener su mismidad). Fausto de dice al instante: “detente, eres tan bello”, pero el instante ya ha escapado y ha continuado su loco variar, su devenir. Manrique advierte esa variación en la muerte de su padre  (donde se fueron…) y escribe unas coplas a la melancolía. Quevedo siente ese paso del tiempo como un despeñarse en la nada.

Pero la variación es solo uno de los dos aspectos que, en indivisible unidad, constituyen el fenómeno del pasar del tiempo. El paso del tiempo no sucede sin el quedar de lo que pasa. El tiempo no pasa. El tiempo no queda. El tiempo pasa quedando y queda pasando. En él, el pasar y el quedar no se oponen, sino que se implican mutuamente en su diferencia. El tiempo pasa, es decir, varía, cambia y se distingue de sí. Pero es él mismo quien varía, sin ser nada distinto y separado de ese mismo variar, por eso “queda”.

Pedirle al instante que se detenga implica no ver en él su poder de variación, su ir siendo él mismo en su diferenciarse de sí.

Decimos que el tiempo pasa porque primero es un futuro por venir, luego se hace presente y por último se pierde en el pasado. Pero algo cuya mismidad consiste en distinguirse de sí, se afirma en sus diferencias y no “queda atrás”.

 Que el tiempo pasa significa también que “da paso a otra cosa”. El pasar del tiempo significa que el tiempo mismo “da paso a otra cosa”, a otro tiempo, a otra época, a otra perspectiva, a otros asuntos, a otros horizontes, a otras posibilidades, a otras preocupaciones, a otras vidas. Que el tiempo pasa significa que, querámoslo o no, el presente “da paso a otra cosa” y no deja de hacerlo. Constantemente pasa porque constantemente está dando paso a otra cosa, cada día a otro día, cada mañana a otro despertar. Es cada nacimiento respecto a los progenitores, es cada generación nueva frente a las generaciones anteriores.

Por diferir de sí, el tiempo retorna a sí mismo. En ese retornar a sí mismo, el tiempo difiere de sí.

El paso del tiempo trae consigo algo distinto. Pero eso distinto que trae consigo el pasar del tiempo no puede revelarse con los rasgos que le son propios si no es referido a aquello de lo cual se distingue. Sin esa referencia, lo distinto no puede constituirse como distinto. Por lo tanto el pasar del tiempo no puede ser un aniquilarse de lo que pasa, porque de ser así, lo nuevo no aparecería como tal. Y aparece, a veces de modo terrible, como cuado te llega la noticia de que alguien que hasta entonces te acompañaba “no lo hará más”, o de modo feliz, cuando la noticia consiste en que alguien por venir “ya ha llegado”. En consecuencia, el pasar del tiempo es a la vez un quedar de lo que pasa. Un mundo sin Yanko es solo posible porque persiste la relación con un mundo con Yanko que se conserva y queda.

Nacimiento y muerte son diferencias que irrumpen trayendo algo nuevo (novedad en ser, con el nacimiento de alguien, novedad en nada con su ausencia). Esa novedad solo es tal en referencia a aquello respecto de lo cual es novedad. Por tanto lo que ocurre no es una aniquilación, sino un diferir, un variar.

El “pasar del tiempo”, la imposibilidad de permanecer idéntico a sí mismo, igual a sí, su ir siendo diferente de sí mismo, es su modo de ser quien es, de ser él mismo. Por esa razón su pasar, su estar siempre distinguiéndose de sí, su no poder estarse quieto, es su celebración de sí y su cumplimiento. No busca nada que le falte sino que celebra ser quien es, y en esa celebración, en ese ser él mismo, se separa de sí, dividiéndose en un presente que pasa y en un pasado que se conserva.

El pasar del tiempo no es anulación del tiempo, continuo hacerse nada, sino celebración de sí, porque él mismo consiste en diferir de sí mismo.

El tiempo en si mismo consiste en diferir de si, en hacerse otro que el que era, en pasar. Por eso nunca coincide consigo mismo, cambia y varía.  Pero en ese pasar, el tiempo se afirma  sí mismo en lo que es. Por eso queda. Es siempre el mismo siendo diferente de sí mismo.

Cuando no podemos seguir siendo quien éramos, ese presente ha pasado y adviene algo nuevo. Eso nuevo que adviene no puede presentar los rasgos de novedad que exhibe si no es porque aquello respecto de lo que es novedad se conserva. Por lo tanto, el pasar del presente y la irrupción de su novedad es también el conservarse el pasado respecto al cual el presente pasa. El presente pasa respecto del pasado que se conserva.


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Experimentar el paso del tiempo consiste en experimentar que el presente nunca es idéntico a sí mismo, siempre está distinguiéndose de sí. Por más que quieras que el presente permanezca igual a sí mismo, nunca lo hace, sino que varía y cambia, separándose de sí (y en esa variación va a tener su mismidad). Puedes decirle al instante, como hace Fausto, " detente, eres tan bello". Pero el instante no se detiene, sino que continúa su variación, distinguiéndose de sí mismo. Sentir que el tiempo pasa no es, entonces, sentir la caducidad de todas las cosas, ni su carácter fugitivo y pasajero. Sentir el paso del tiempo no es sentir que las cosas se anulan y se hacen nada, pues ¿cómo sentir que algo pasa si "es nada"? Consiste más bien en sentir que el presente se distingue de sí mismo, se separa de si irremediablemente, sin poder coincidir consigo. Sentir el paso del tiempo es sentir que el presente se separa y divide de sí mismo, en un pasado que se conserva y en un futuro que se anuncia. Y aquí viene lo interesante. Para sentir esa no coincidencia del presente consigo mismo, para sentir esa diferencia que atraviesa el presente, entre un presente-pasado y un presente-por venir, ambos han de coexistir simultáneamente, ambos han de ser coextensivos, no sucesivos. Ambos han de ser simultáneos a esa diferencia que los separa. Dicho de otro modo. Si en el presente experimentas la diferencia entre el pasado y el futuro es porque ambos siguen dándose. Si no ¿cómo vas a sentir su diferencia?¿cómo vas a sentir "que el tiempo pasa"? Allí atrás va quedando tu niñez a medida que creces. Pero ¿cómo sentirías esa diferencia con tu niñez, si ella desapareciera? Sólo puedes sentirte diferente de ella si ella insiste en ser.

Sentir el paso del tiempo consiste en sentir que el presente se distingue de sí mismo, se separa de si irremediablemente, sin poder coincidir consigo. Sentir el paso del tiempo es sentir que el presente se separa y divide de sí mismo. Pero para que tal cosa pueda ocurrir, deben seguir dándose -apareciendo, mostrándose- los términos en los que el presente se divide. Para poder sentir que el presente se divide y separa de sí mismo, hemos de poder sentir los términos en los que se divide. Por lo tanto esos términos en los que se divide son "algo" más bien que "nada".

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"El tiempo pasa" significa sentir que el presente es distinto del pasado, significa sentir que ya no somos los mismos que éramos, significa sentir que entre lo que fuimos y lo que somos se abre un abismo, una diferencia irreductible que nada puede anular. "El tiempo pasa" significa sentir una diferencia entre lo que fue y lo que es, entre el pasado y el presente. Esa diferencia revela al presente como distinto del pasado, muestra el presente como novedad respecto a lo que fue. Pero, y he aquí lo interesante del asunto, percibir esa diferencia supone necesariamente afirmar la realidad de los términos distinguidos. Supone la realidad de ese presente que sentimos distinto, pero también supone afirmar la realidad de aquello de lo cual se distingue, es decir, de lo que fue, pues gracias a ese diferenciarse aparece con los rasgos que le son propios.

Sientes que el tiempo pasa. Sientes que atrás quedaron las vacaciones cuando el inicio del nuevo curso se anuncia. Sientes que atrás va quedando tu infancia, a medida que creces y vas sintiéndote más adulto, más autónomo e independiente, a la vez que más responsable de tus actos. Vas sintiendo que atrás queda tu juventud, a medida que recorres la amplitud de tu madurez y las posibilidades que ella trae. Pero ¿cómo podrías sentir esa diferencia entre tu presente y tu pasado -cómo podrías sentir el paso del tiempo- si ese pasado no fuera nada? Sentir que el tiempo pasa es sentir que tu presente es distinto de tu pasado. Es sentir que no eres el mismo que eras, que algo ha cambiado, o que va cambiando. Pero advierte lo siguiente: solo puedes sentir esa diferencia entre tu presente y tu pasado si ambos son algo y no nada, y sobre todo, si el pasado es algo y no nada. Insistimos una vez más. Sólo puedes sentir la diferencia entre tu presente y tu pasado -es decir, solo puedes sentir el paso del tiempo, que el presente se distingue de si mismo- en la medida en que tu pasado es algo y no nada, en la medida en la que persiste su realidad. Percibir la diferencia entre los dos términos -sentir que el tiempo pasa- implica afirmar la realidad de ambos. Sin ella es imposible percibir su diferencia y esa diferencia es el contenido de la experiencia del pasar del tiempo. Volvamos sobre ello. Decimos que el tiempo pasa, que experimentamos  y sentimos su pasar. Ese pasar del tiempo consiste en sentir que el presente se separa de si mismo, por ejemplo, desdoblándose en algo que pasa y se va y en algo que se presenta y que llega. Pero solo podemos sentir esa diferencia si los dos términos distinguidos persisten en su realidad. Luego hay que concluir lo siguiente: la experiencia del paso del tiempo no es la experiencia del aniquilarse de las cosas. Sino más bien la de su persistente variación. Si sientes que el tiempo pasa, es decir, que ya no eres un niño, o que tu juventud va quedando atrás, etc., eso solo es posible porque se conserva la realidad de tu infancia, de tu juventud, de tu madurez. Sin esa conservación no habría nada respecto de lo cual sentirse diferente. La distinción supone la realidad de aquello de lo que se distingue. El pasar del tiempo supone el quedar de lo que pasa.
Lo que fuiste se distingue de lo que eres. Eras entonces un niño, ahora eres un joven, eras entonces soltero, ahora estás comprometido, eras entonces hijo, ahora eres también padre, eras estudiante de bachillerato, ahora eres universitario.  Sentir esa diferencia- entre lo que fuiste y lo que eres- es sentir "el paso del tiempo". Pero para sentir el paso del tiempo, para sentir esa diferencia, ambos términos distinguidos han de poseer realidad. Si uno de ellos carece de realidad, si es "nada", no se constituye la experiencia del paso del tiempo. Por esa razón el paso del tiempo no puede ser un aniquilarse de lo que pasa, pues de ser así no percibiríamos su diferencia. El paso del tiempo consiste en un distinguirse el presente de sí mismo, en un no coincidir nunca consigo, de modo que en ese ser siempre diferente de si mismo tiene su propia mismidad.

Sentir el paso del tiempo es sentir una diferencia. Pero sentir esa diferencia supone afirmar la realidad de lo diferenciado. Sentir el paso del tiempo es sentir una diferencia entre lo que fuiste y lo que eres. Pero esa diferencia supone la realidad de ambos términos. En conclusión, el pasar del tiempo no puede ser un aniquilarse de las cosas, sino un sentir la diferencia entre los términos irreductibles en los que el tiempo se va desdoblando, distinguiendo.


Yanko  y el paso del tiempo.

Estoy muy lejos de casa, a miles de kilómetros, cuando comienzo a escribir esta nota. Me llega la noticia a través de una llamada telefónica de que Yanko, el husky siberiano de mi familia, Yanko mismo, “ya no está”. No pudo aguantar más su larga enfermedad y para evitarle más dolor, se le sacrificó. Me extraña la idea de no verlo más, ni escuchar sus ladridos, ni jugar con él. Han sido catorce años en los que Yanko nos ha dado a todos su compañía. La vida de mis padres, ya jubilados, giraba en estos últimos años en torno a él. Sus días se organizaban según el horario de sus numerosas salidas: por la mañana temprano, al mediodía, por la tarde o incluso una vez más, ya de noche, llegaba el momento de sacarlo a dar su paseo. Y durante el paseo, llegaba también el ritual de las paradas, los caminos, los saludos con los vecinos, las charlas ocasionales con los transeúntes. Esos rituales eran siempre fuente de alegría, de orden, de sentido, a pesar de la pereza que a veces daba realizarlos, o de las peleas con otros perros, o de aventuras incómodas como la del rebaño de ovejas que Yanko se empeñó en perseguir y rodear, ante la furia del pastor.

Yanko nos regaló durante catorce años su compañía, pero ese tiempo ya pasó. El largo presente de su infancia de cachorro, de su juventud llena de ímpetu, de su majestuosa madurez y de su vejez débil y tierna ha pasado ya, y ha dado paso a otra cosa, a algo distinto que llena la casa donde vivía y los caminos que recorría, y que es, por ahora y durante un tiempo, silencio. El tiempo de su presente ha dado paso a algo distinto. El tiempo ha pasado. El tiempo pasó.

Pero si es cierto que Yanko nos ha dado durante tantos años su compañía, también es cierto que ahora, en este mismo instante, sigue dándonos algo tan valioso como aquello, y tan real.  Aquí y ahora, cuando todo ese tiempo ha pasado, nos está dando que pensar. Nos da que pensar, generoso como es, sobre el pasar del tiempo.  Pues cuando por teléfono te dan la noticia y después de unas palabras cuelgas en silencio y te vas a caminar, lo que ha sucedido es que el tiempo ha pasado, irremediablemente, por más que tú no quieras, dando lugar a algo distinto. Y te quedas ahí, pasmado, preguntándote qué ha ocurrido, en qué consiste eso que sucede y que no es otra cosa que el pasar del tiempo.

Ése es el regalo que aquí y ahora Yanko nos está dando. Nos da que pensar por el tiempo y su paso. Sólo nos queda ser fieles a ese regalo, no darle la espalda e intentar, en la medida de lo posible, descubrir su contenido. Por eso nos hacemos esta pregunta ¿En qué consiste el pasar del tiempo? (Continuará).

 
Sobre el pasar del tiempo.

1ª parte.

Te encuentras junto al teléfono esperando una noticia. Tal vez has conseguido el trabajo buscado durante tanto tiempo y la llamada te lo confirmará. Tal vez se ha producido el parto esperado y ya eres padre. Tal vez el familiar enfermo no ha soportado más y ha llegado a su fin. De repente suena la llamada. Contestas y unas palabras responden a tu espera. Desde entonces, ya nada es lo mismo. Tal vez has dejado de estar en el paro y desde ahora tienes un trabajo. Tal vez el parto llegó a su fin y desde ahora eres padre. Quizás el enfermo agotó sus fuerzas y ya estás sin él. La llamada trae consigo una novedad (novedad en ser, en el caso del trabajo conseguido o del niño acabado de nacer, novedad en nada en el caso del familiar fallecido) y tras ella nada es ya lo mismo. ¿Qué es lo que ha sucedido? Que ha pasado el tiempo. Es el paso del tiempo quien ha llamado a tu puerta y desde entonces nada permanece como era. Todo ese tiempo de búsqueda de empleo ha pasado, dando lugar a algo distinto. O también: toda tu infancia en la que simplemente eras "hijo", queda atrás dando lugar a algo diferente porque en adelante eres "padre" y alguien más, ese niño, estará en tu vida desde ahora. O quizás: todo ese largo presente en que él o ella te acompañó queda ahora atrás dando lugar a algo distinto, un mundo determinado por su ausencia.

"El tiempo pasa" significa: algo ocurre, el presente se distingue irremediablemente de sí mismo trayendo consigo una novedad.

En un instituto, una clase de Matemáticas o Filosofía se prolonga hasta que suena el timbre. Este sonido es la señal de que la clase "ha pasado". El profesor recoge sus apuntes y sale del aula para dar la siguiente clase, los alumnos se levantan y se dirigen al pasillo mientras llega el siguiente profesor. Que el tiempo ha pasado significa entonces que el presente se distingue de si mismo, no sin dar paso a algo diferente de sí. Por lo tanto, el pasar del tiempo implica el traer consigo una novedad, una distinción. Habitualmente nos fijamos en el paso del presente, pero no en la novedad que siempre trae consigo (ya sea novedad en ser o novedad en nada).

El tiempo no pasa sin traer consigo algo distinto (ya sea la alegría por la llegada de un niño recién nacido o la tristeza por la ausencia de alguien a quien queremos). Solemos advertir o bien lo uno o bien lo otro, o bien aquello que se va, cuando es algo triste, o bien aquello que llega, cuando es algo alegre. Sin embargo ambos aspectos se dan a la vez, indisolublemente. En el pasar del tiempo, el partir es un llegar. Nada pasa sin traer consigo una novedad.

2ª parte.

"El tiempo pasa" significa: el presente nunca coincide consigo mismo, nunca es idéntico a sí mismo, sino que no deja de variar y distinguirse de sí. En ese continuo distinguirse de sí, trae consigo una novedad.

Ahora bien, Una novedad sólo aparece como tal si se conserva aquello respecto  de lo cual es novedad. De lo contrario, la novedad no puede aparecer con los rasgos que le son propios. Decimos: "el tiempo pasa" y en ese pasar trae consigo algo distinto. Pero la novedad que trae ese pasar solo aparece en sus rasgos propios si continua apareciendo aquello respecto de lo cual es novedad.


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Cuando decimos "el tiempo pasa" lo que ha sucedido es que el tiempo se ha transformado en algo distinto de sí mismo y advertimos esa diferencia. Algo ocurre, el tiempo ya no es el que era, se abre una diferencia entre "lo que fue" y "lo que es". Y la experiencia del pasar del tiempo consiste en percibir esa diferencia entre lo uno y lo otro.

El poder del tiempo consiste en eso. No en aniquilar todas las cosas a medida que transcurren, sino el de hacerse distinto de sí mismo sin dejar de ser él mismo. El tiempo mismo consiste en ir distinguiéndose de sí mismo, ese es su modo de ser quien es. Y la experiencia de su pasar consiste en sentir esa diferencia que no deja de abrirse en su seno.

Sentir el paso del tiempo es sentir esa diferencia que se abre en el seno mismo del tiempo, entre "lo que fue" y "lo que es", y su mutua irreductibilidad.
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Los latidos del tiempo: el “pasar del tiempo consiste en un constante separarse el tiempo de sí mismo y en un constante reunirse consigo, todo ello en un doble latido que se repite: separarse de sí, reunirse consigo. En ese latir, el tiempo va siendo quien es en el diferenciarse de sí. En su diferencia tiene su mismidad.
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El sentir el paso del tiempo es un sentir doble. Por un lado consiste en sentir la diferencia irreductible entre los términos en los que se diferencia (“lo que fue”, “lo que es”). Por otro consiste en sentir su reunión en el seno de la diferencia que los separa (presencia mutua del uno en el otro, el límite es lugar del dolor –por la separación) y de la alegría –por el reencuentro en la diferencia). Se reúne en la diferencia que los separa y ese es el contenido del sentir. Solemos quedarnos solo con un lado del fenómeno, con la separación entre lo que fue y lo que es. Pero hay que añadir el otro lado del fenómeno, que es la reunión de ambos en la diferencia que los separa, cuyo testimonio es ese sentir. En efecto, lo que fue y lo que es son distintos, pero por lo mismo, se implican mutuamente en su distinción. La distinción supone la implicación de lo distinguido.

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El poder del tiempo no consiste en reducir todas las cosas a la nada, como si la única potencia que determinara su devenir (transcurrir) fuera el Olvido. Ni siquiera el Olvido lo hace. Más bien consiste en la capacidad que muestra para distinguirse de sí mismo sin dejar de ser él. El poder del tiempo consiste en ser capaz de ser él mismo distinguiéndose de sí mismo. Esa diferencia de sí consigo es la que sentimos al experimentar “el paso del tiempo”.


Decimos que el tiempo pasa cuando afirmamos, por ejemplo,  que “las vacaciones se han terminado y comienza un nuevo curso”. Pero ¿en qué consiste la experiencia de ese pasar del tiempo? En sentir una diferencia entre “lo que fue”, las vacaciones del verano, y “lo que es”, el nuevo curso que empieza. Ahora bien, sentir esa diferenta implica la realidad de lo distinguido, tanto de lo que fue como de lo que es. Si “lo que fue” se aniquilara, no podríamos sentir su diferencia con el presente, y la sentimos. El tiempo se separa de sí mismo, desdoblándose en “lo que fue” y en “lo que es”. Sentir el pasar del tiempo es sentir esa diferencia.
¿Una consecuencia? Lo que fue no se aniquila, sino que se conserva. El paso del tiempo no es una anulación de las cosas, sino un distinguirse de sí en el que el tiempo tiene su mismidad. Él es él mismo distinguiéndose de sí mismo. Al distinguirse de sí percibimos su diferencia. Esa diferencia es el contenido de la experiencia del pasar del tiempo.
Sentir tu diferencia entre tu infancia (que se aleja) y tu juventud, o entre tu juventud y tu madurez, o entre tu madurez y tu vejez. Lo uno no es lo otro, desde luego. Pero a la vez, esa diferencia implica la realidad de lo diferenciado. Si no hubiera infancia  ¿de qué te sentirías distinto en cuanto joven, maduro o anciano?
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El movimiento propio del tiempo es ese movimiento doble por el cual el tiempo se separa de sí (infancia/juventud) y a una se reúne consigo en el límite.
Si tu infancia fuera “nada” ¿de qué te sentirías distinto? Y sin embargo lo sientes. Pues bien, cuando te digan que todo pasa y nada queda, recuerda esto y sé fiel a tu sentir.
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El poder del tiempo consiste en no permanecer nunca idéntico a sí mismo, en “cambiar, variar, mudar” (pasan las vacaciones, pasa el curso, pasa la juventud) sino en ser siempre él mismo en su distinguirse de sí, Su poder consiste en nacer constantemente de sí mismo. El futuro será distinto del pasado, y a esa diferencia entre ambos la llamamos presente.
Todo aquel que intenta hacer del tiempo algo idéntico a sí mismo, es decir, todo aquel que intenta hacer del presente el lugar donde el futuro (lo que será) se identifica con el pasado (lo que fue) fracasan.

El constante fracaso de todo anhelo de poder que pretende anular el curso del tiempo, haciendo del porvenir mera prolongación del pasado, es el contenido del curso mismo del tiempo. Que “el tiempo pasa” es la permanente refutación del Poder que intenta anularlo.

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Sólo podemos sentir que “pasa el tiempo” si a la vez queda y se conserva aquello de lo cual se diferencian los nuevos tiempos, la novedad que (el paso del tiempo) trae consigo. Su “novedad” lo necesita para mostrarse como tal.

Sólo podemos sentir que “pasa el tiempo” si junto a los nuevos tiempos que llegan se conservan los antiguos porque lo que sentimos al decir que el tiempo pasa es su diferencia. Sentir que el tiempo pasa es sentir la diferencia entre los nuevos tiempos y los antiguos, entre lo que fue y lo que es. . Por tanto, si bien sin irreductibles los unos a los otros, coexisten en la diferencia que los separa. El presente es distinto del pasado, pero no por ello se suceden.

Lo presente no está ausente. Lo ausente no está presente. Pero ambos coexisten en el seno de la diferencia que, separándolos, los pone en relación. ¿En qué consiste esa relación? Devenir, síntesis disyuntiva, variación.

jueves, 12 de noviembre de 2009

En qué consiste morir (3 de 3)

Ser "mortal" no significa estar destinado a la desaparición, sino vivir a la luz de un misterio.

sábado, 25 de julio de 2009

En qué consiste morir (2 de 3).

Siguiendo aquello de García Calvo:

¿Qué es la muerte,qué?
Ser siempre lo que se era.
¿Y quién muere, quíen?
Quien sabe lo que le espera.

viernes, 5 de junio de 2009

La memoria y las palabras.

Tiempo después de haber leído algunos cuentos de García Calvo, nace esta nota:

Rememorar no es traer a la memoria el recuerdo de las cosas perdidas. Es más bien el retornar de las cosas que nunca se fueron. Pasaron, pero nunca dejan de pasar. Nunca se han ido y al calor de las palabras vuelven a su modo singular. No como objeto de la voluntad, no como algo con lo que uno puede hacer o deshacer. Más bien son ellas las que hacen en uno lo que no se sabe, lo no previsible ni anticipable. Las palabras de unos versos o de un cuento, los andares silenciosos por sendas y por caminos, las rememoranzas, las invitan, y cuando llegan algo ocurre, o mejor, algo va ocurriendo...Uno sueña, imagina, se alegra, se entristece, escucha, descubre, lamenta, decide, asume...

sábado, 25 de abril de 2009

"¿Dios ha muerto? Notas sobre lo Sagrado".

Borrador. ¿Dios ha muerto? Notas sobre lo Sagrado.

Todo lo que sigue es simplemente un borrador.

Justificación.
Esas notas nacen de las preguntas insistentes de los alumnos acerca de una cuestión: qué pienso yo sobre Dios. Todo ello a partir del estudio en clase de la obra de diversos autores, aunque sobre todo con Tomás de Aquino y las 5 vías.
Sin embargo el tema de Dios, de lo divino y de lo Sagrado ha aparecido desde el comienzo del curso, con los antiguos Griegos, el nacimiento de la Filosofía y su relación con el mito. Al ir finalizando el curso aparecerá también en Nietzsche , por ejemplo, con su pensamiento acerca de la muerte de Dios.¿Qué pienso yo de todo ello? En las líneas que siguen intento aclararme a mi mismo. E intentamos centrar la cuestión en el título de la charla: “¿Dios ha muerto? Notas sobre lo Sagrado”.

1.Definiendo algunos conceptos.

Comenzaremos estas notas definiendo antes de nada dos conceptos que vamos a utilizar a menudo. Esos conceptos son los de “mundo” y “lo sagrado”.

Vamos a entender por “mundo” aquel modo de presentarse la realidad por el cual podemos controlarla, dominarla, preveer su comportamiento, reducirla a nuestros deseos, hacerla coincidir con nuestros sueños y proyectos. “Mundo” es la realidad en cuanto cae bajo el poder y dominio de nuestras capacidades lógicas, lingüísticas y técnicas. Es la realidad cuando se presenta dócil a nuestros proyectos y deseos, a su instrumentalización y utilización.

Sin embargo es una experiencia común la constatación de lo siguiente: más allá de todas nuestras capacidades de dominio (lógico, lingüístico, tecnológico), la realidad muestra una dimensión absolutamente indominable para el hombre. Podemos transformarla para adaptarla a nuestras necesidades, pero no de forma ilimitada. En última instancia, la realidad se sustrae al dominio del ser humano y sus instrumentos. Pues bien, la realidad, en cuanto se resiste perpetuamente a la voluntad de poder del hombre, aparece como “lo sagrado”.

En consecuencia, vamos a entender por “lo sagrado” aquel modo en que la realidad se presenta más allá de nuestras capacidades de dominio y control, como lo absolutamente indominable, resistente a nuestros proyectos y sueños, como lo absolutamente Otro a nuestros deseos de poder. Lo sagrado es (ese modo de presentarse) lo real cuando irrumpe en nuestra vida escapando a todos nuestros intentos de conceptualización y determinación, uso e instrumentalización, trascendiendo así cualquier utilidad.

Un texto de Fernando Savater en su libro “Invitación a la Ética” nos servirá para ilustrar esta definición: “Pues lo sagrado es extrañeza en estado puro, es lo absolutamente otro; algo del azoro y la extrañeza de lo sagrado sentimos al avergonzarnos de nuestras turbadoras fantasías o de nuestros sueños. Todo aquello en que se revela lo auténticamente otro, lo que escapa a nuestras categorías o a nuestra voluntad, lo inhumano, lo imprevisto, lo incontrolable, tiene algo de sagrado, sea la naturaleza, o la violencia sin cálculo, la enfermedad y lo inexplicable, el azar, la muerte. También el erotismo y en general todo amor. Los dioses son las simbolizaciones preferentes de las diversas manifestaciones de lo sagrado, por las que nos aproximamos a la extrañeza con mayor familiaridad, pero sin dejar de sentir el temblor del asombro. A este tipo de relación con lo sagrado es a lo que ya hemos llamado antes piedad, que exactamente consiste en “saber tratar adecuadamente con lo otro” (Zambrano)”.

2. Dos órdenes de experiencia.

A partir de estos conceptos podemos afirmar que nuestra vida se juega en dos órdenes de experiencia, y no sólo en uno. Por una lado vivimos en el mundo, siendo el mundo la realidad en tanto dominable por nuestra voluntad, comprendida por nuestro entendimiento y transformada por nuestros proyectos. Pero ahí no se agota nuestra experiencia de vida porque, a la vez, vivimos también lo que trasciende este orden. En nuestra vida irrumpe lo indominable, lo indisponible, lo no instrumental, lo no reductible a nuestra voluntad de poder: lo sagrado.

Vivir implica encontrarse, querámoslo o no, entre esos dos órdenes de experiencia: el mundo, la realidad sumisa a nuestros sueños, y lo sagrado, lo real irrumpiendo en su extrañeza y misterio.

Pero si es cierto ¿podríamos encontrar en nuestra vida ejemplos de experiencias cercanas en las que algo cotidiano y conocido, de repente nos revela otro rostro, el rostro de algo que trasciende todo nuestro saber sobre ello, quebrando nuestro conocimiento y abriendo el mundo hacia lo indisponible? Si fuera así, en esas experiencias encontraríamos signos de lo sagrado, y eso es lo que ahora estamos buscando.

3. Signos de lo sagrado: los símbolos.

Los signos de lo sagrado, que ahora buscamos, y que están dispersos por nuestra vida como semillas olvidadas esperando renacer, tienen un carácter peculiar, por la siguiente razón. Son modos en los que lo sagrado se manifiesta, (y eso lo atestigua nuestra experiencia, como luego veremos) pero en ellos lo sagrado se mantiene oculto y velado. Con esto queremos decir que lo sagrado se manifiesta en esos signos, pero ninguno de ellos agota su realidad. ¿Cómo llamamos a esos signos que, refiriéndose a aquello que nombran y así haciéndose en ellos presentes, jamás lo agotan? Esos signos reciben el nombre de símbolos. Lo Sagrado se revela en los símbolos que lo nombran pero ningún símbolo agota jamás la realidad de lo Sagrado.

Repitámonos esa idea para que quede lo más clara posible. Aquello en lo que irrumpe lo sagrado recibe el nombre de símbolo, pero ningún símbolo agota la realidad de lo Sagrado. Y ello porque lo Sagrado es precisamente lo que desborda todo intento de dominio y aprehensión lógica, lingüística o técnica.

5. Buscando signos de lo Sagrado.

Esta búsqueda de signos de lo Sagrado no es original, ni inicia ningún camino. Una infinidad de culturas, es decir, de formas de vida, atestiguan desde siempre (signos de) la irrupción de lo sagrado en el mundo.

Y así, hubo un tiempo en el que lo sagrado se le revelaba y mostraba al hombre como principio salvaje e indomable, generador de vida y dador de muerte, Diosa madre, Magna Mater, origen de toda vida y principio de toda muerte. Lo sagrado irrumpe en el mundo como Poder engendrador y destructor y a él se refieren el ciclo de las estaciones, la alternancia del día y de la noche, o el giro interminable del nacer y del morir. Tales fenómenos son el modo en el que lo Sagrado aparece ocultándose.

La forma que mejor simboliza ese lado oscuro de lo sagrado en el de la Magna Diosa, fuente de todos los dones pero también fuente de todas las catástrofes. Son por ejemplo la diosa Gea, o Cibeles. En el cielo se manifiesta como principio nocturno. Bajo tierra se manifiesta como poder que aparece y se oculta en forma recurrente y periódica.

En otro tiempo, lo sagrado se le revelará al hombre como poder que pone orden en ese principio generador y destructor, limitándolo y reconduciéndolo según su propia ley. El carácter salvaje e indómito de lo sagrado, animal monstruoso de mil cabezas, Gorgona de cabello formado por serpientes y cuya mirada mata al instante, caerá aniquilado por el poder de la luz. El dragón muere en manos del caballero, Hércules aniquila a todo ser que proviene de las sombras. El Dios padre determina y da forma a lo real, fijando sus límites y sometiéndolo a su ley.

Hubo un tiempo también en el que lo Sagrado se reveló al hombre no como principio de vida y muerte, ni como principio de ley y orden, sino como fuente de salud, alegría y amor. Y así, la diosa salvaje rodeada de fieras y la espada que la vence instaurando el orden dejan paso a aquel que trae una palabra de redención, más allá de un orden seguido siempre por el miedo y la culpa. Se trata del Enviado, aquel que ha de venir.

6. Signos de lo Sagrado hoy: Dios ha muerto.

Hubo un tiempo, como vemos, en el que lo Sagrado se encarnaba en las palabras que lo nombraban y arrojaban luz sobre las cosas y los actos de los hombres. Sin embargo debemos ahora hacernos una pregunta. ¿Cómo se presenta hoy y entre nosotros la realidad en ese modo de aparecer que hemos denominado “lo Sagrado”? Lo Sagrado irrumpe en el mundo porque la realidad sigue resistiéndose a todos nuestros intentos de dominación y control. ¿Cómo lo hace hoy?

Antes de dar cualquier contestación debemos describir brevemente la situación en la que nos encontramos y que determina el punto de partida de esa pregunta. Al enunciar esa pregunta nos encontramos siempre ya en un mundo en el que las palabras que hablan de lo Sagrado han perdido su poder de convocatoria y simbolización. Los relatos en los que se narra la irrupción de lo Sagrado en el mundo ya no nos dicen nada, son palabras que apuntan hacia algo que ya no aparece. Esas palabras han perdido toda eficacia y son entendidas como fabulaciones, relatos imaginarios, productos de la subjetividad, imaginaciones de los hombres, pero no como lugar donde se dan cita el hombre y lo Sagrado.

Por todo ello debemos decir que nuestro mundo es un mundo del que los dioses han huido, del que lo divino se ha retirado. Vivimos en un mundo en el que lo Sagrado se ha replegado en un silencio del que nada parece poder sacarlo. ¿Y en qué consiste el silencio llevado al límite? Ese silencio llevado a su máxima expresión no es sino el silencio de la propia muerte, la muerte de Dios. Por ello pensamos que nuestro mundo es el mundo en el que Dios ha muerto. Toda palabra que nombra a Dios, a lo divino, a lo Sagrado, es sospechosa de engaño y mentira, de ser proyección de deseos inconscientes, de miedos inextinguibles o de anhelos de poder. El silencio de Dios es incluso olvidado como tal silencio y sólo vivimos entre cosas.

Por todo ello podemos decir que la muerte de Dios es el horizonte a la luz del cual hoy interpretamos nuestra vida, aunque no lo llamemos así. Hubo un tiempo en el que el nacer y el morir, el vivir, el hablar, el desear, se realizaban a la luz de una realidad entendida como fuerza eterna que se regenera sin cesar, o como poder dominante del cielo y de la tierra, o como lugar en el que la verdad acampó aunque nadie se dio cuenta de ello. Hoy, sin embargo, ese horizonte está vacío, no hay nada, o dicho de otro modo: hay la Nada, el vacío, el desierto. Y de ese modo transcurre nuestra vida, a la luz de la nada. No somos nada, en efecto. Nacemos, vivimos, gozando y sufriendo, para después de un breve forcejeo morir y volver a la nada. Lo Sagrado, en otro tiempo poblado de Dioses, de seres intermedios o del Dios del abismo y del Silencio, está ahora arrasado. El desierto crece, nos dicen, y en efecto, el desierto ha secado el poder revelador de todos aquellos relatos que señalaban la aparición de lo Sagrado en el Mundo. Ninguna palabra señala ya la aparición de lo sagrado en el mundo. Ninguna palabra ni signo ni símbolo apuntan a nada que desborde nuestro mundo. Todo es conocido, cotidiano, sabido, controlable, manipulable, y si todavía no lo es, lo será en el futuro.

El desierto crece, Dios ha muerto. Eso implica que el doble orden de experiencia en el que vivimos muestra tachada una de sus dimensiones. Lo Sagrado, la realidad más allá de toda voluntad de poder humana, rehúsa toda comparecencia y deja como rastro humo, o menos aún, vacío, y tras de sí, un mundo de cosas que simplemente son lo que son para nuestro sano sentido común. Cosas que responden dóciles a su definición y una voluntad dominadora que se agota (y agota a toda realidad a ser solo lo que es) en planificar, gestionar y organizar el desarrollo y despliegue de un mundo en el que nada ocurre si no es el eterno retorno de lo Mismo.

Y sin embargo, lo Sagrado irrumpe en el mundo, hoy. En un mundo determinado por la muerte de Dios, por la ausencia de relatos capaces de simbolizar su irrupción y articular su revelación sigue desvelándose. Porque se puede encontrar en ese mismo mundo algo que lo desborda y trasciende, algo que aparece en él y a la vez escapa a todo intento de entendimiento. Experiencias, signos de lo sagrado

Podemos señalar alguna de ellas. En primer lugar, la experiencia de la muerte. En efecto. La palabra muerte no tiene un único significado, sino al menos dos. La muerte como algo conocido y sabido por todos, como aquello que no deja de ocurrirles a todos, de repetirse sin fin en el pasado, en el presente, en el futuro, aquello conocido y estudiado por tantas ciencias, como la sociología, la psicología, la medicina, la estadística. Nada más cotidiano y habitual. Cientos de expertos nos hablarán de ella, la relacionarán con condiciones socioeconómicas, nos enseñarán las fases de su aceptación, nos orientarán a la hora de responder ante su embate. Sin embargo esa muerte conocida es siempre la muerte de los otros. Porque de la propia ¿qué experiencia hay, a cual podemos acudir en el pasado para saber a qué atenernos? ¿Ha ocurrido en el pasado? Está por definición siempre por venir. Por tanto, nadie nos puede alumbrar respecto a ella. Nadie. Es lo irreductible a todo intento de comprensión y nuestra vida se ve a su luz. Pero esto implica lo siguiente. Ser mortal no significa estar destinado a la desaparición, sino vivir a la luz de un Misterio.

Tales experiencias se dan y sin reclamar nada más que a ellas mismas nos fuerzan a decir que no basta con lo que el mundo cree que es. La realidad se presenta de más modos que los convencionales.

Y si es así, podemos volvernos sobre los relatos que nos hablan de lo Sagrado y tratar de escucharlos de nuevo en busca de su sentido, sabiendo que lo sagrado se muestra en los símbolos, pero ningún símbolo agota lo sagrado. Así respecto a lo sagrado diremos que lo sagrado hoy aparece como una polifonía de voces a desentrañar.

viernes, 6 de marzo de 2009

Notas sobre el deseo, la pasión y el tiempo.

(Lo que sigue son sugerencias y notas al hilo de la lectura de un libro: "Tratado de la pasión", de Eugenio Trías, con un poco de "Lógica del sentido" de Deleuze y quién sabe qué más).
Notas sobre el deseo, la pasión y el tiempo.

1. Deseo y pasión.

El deseo persigue su objeto, aquello que anhela, y cuando logra atraparlo se consuma y concluye. A la luz del deseo, el pasado es pérdida, el presente búsqueda y el futuro consumación. Pero ¿por qué nos dicen que el deseo es dolor?. Al culminar su búsqueda, cesa y termina, pero renace de nuevo en busca de algo que no deja de faltarle. Los objetos que se le presentan no logran saciar del todo su anhelo. Por esa razón el deseo está perpetuamente insatisfecho y busca algo que jamás acaba de encontrar.

Con la pasión ocurre algo distinto. La pasión también busca y anhela, arrebatada como está por aquello que la saca de sí, pero eso que anhela es la reiteración misma de lo que la apasiona. Alcanzar su fin implica insistir en él, lograrlo es a la vez insistir en su repetición. Para ella todo cumplimiento es un nuevo comienzo.

El fin del deseo huye de él faltando siempre en el lugar donde cree que está. El fin de la pasión, al ser logrado y alcanzado es a la vez replanteado, repetido y buscado en su reiteración.

2. Deseo, pasión y tiempo.

El deseo, que es anhelo de aquello que le falta, se relaciona con el tiempo del siguiente modo. El pasado del deseo es la pérdida y la ausencia de lo que busca. El presente es la búsqueda misma. El futuro es su consumación. Ausencia, búsqueda, consumación. Pasado, presente, futuro.

Con la pasión ocurre algo distinto. Consumar una pasión no implica concluirla sino insistir en ella y repetirla, no desde su falta, sino desde su celebración. Y si en el deseo están separados el pasado y el futuro, en la pasión son imposibles de separar, aunque no se confunden. El pasado está aún por venir. El futuro ya ocurrió, pero por lo mismo quiere hacerse de nuevo presente y retornar...Y el presente insistiendo siempre en su renovación.

2. Lo hecho y lo por hacer.

A la luz de la pasión podemos decir, por tanto, cosas como éstas: nuestra vida ya está cumplida (esa es la buena noticia) pero precisamente por eso hay siempre tanto por hacer. En efecto, hay mucho que hacer, pero no porque mucho nos falte. La pasión, pintar por ejemplo, está realizada, pues el pintor se encuentra siempre ya atrapado por ella. Pero como su consumación no es su conclusión, sino su repetición, su tarea se abre a una nueva obra. No están separados lo hecho y lo por hacer. En la pasión se repite lo siempre ya hecho, que vuelve como lo siempre por hacer. El presente es repetición de lo que fue, en tanto que está siempre por venir. Entre lo hecho y lo por hacer, la pasión. Y lo propio de la pasión es avanzar y tirar en los dos sentidos a la vez. El deseo separa los dos sentidos y anula uno en beneficio del otro: si algo está hecho, no está por hacer, y si está por hacer, no está hecho. Algo distinto ocurre con la pasión. Porque para la pasión la consumación no es cese, sino repetición y nuevo comienzo, lo hecho vuelve como lo siempre por hacer. La palabra que entonces sobrevuela cada momento y cada dimensión es ésta: celebración.

3. De nuevo deseo, pasión y tiempo.

En el deseo, las dimensiones del tiempo se niegan unas a otras. Lo pasado no es presente ni futuro, lo presente no es futuro ni pasado, lo futuro no es pasado ni presente. Sin embargo, en la pasión, el pasado, el presente y el futuro se coimplican mutuamente, buscándose los unos a los otros. El pasado en un futuro que quiere hacerse presente. El futuro es un pasado que quiere regresar. El presente es un continuo renacer en el que ambos se dan cita.

A la dimensión del ser ya lograda la pasión, en tanto que se encuentra siempre ya arrebatada por lo que la apasiona, cabe llamarla pasado. A la dimensión de la pasión por la cual está siempre abierta a la repetición la llamamos futuro. A su dimensión de reiteración, celebración y cita, de insistencia en sí misma de la pasión, la llamamos presente: regalo, don. Tres miradas sobre lo mismo.

En el pasado un niño siempre ya nacido. En el futuro un niño siempre por venir. En el presente un niño naciendo.

La pasión nos dice que el cumplimiento es un recomenzar, es un nuevo comienzo. Y todo comienzo un retomar lo sido como porvenir.

lunes, 1 de septiembre de 2008

En qué consiste morir (1 de 3).

Un texto de Antonio Machado y otro de Martinez Marzoa nos ayudan a platear la cuestión:
“Es casi seguro –decía mi maestro- que el hombre no ha llegado a la idea de la muerte por la vía de la observación y de la experiencia. Porque los gestos del moribundo que nos es dado observar no son la muerte misma; antes al contrario, son todavía gestos vitales. De la experiencia de la muerte no hay que hablar. ¿Quién puede jactarse de haberla experimentado? Es una idea esencialmente apriorística; la encontramos en nuestro pensamiento como la idea de Dios, sin que sepamos de dónde ni por dónde nos ha venido. Y es objeto –la tal idea digo- de creencia, no de conocimiento. Hay quien cree en la muerte, como hay quien cree en Dios. Y hasta quien cree alternativamente en lo uno y en lo otro.

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La vida en cambio, no es –fuera de los laboratorios- una idea, sino un objeto de conciencia inmediata, una turbia evidencia. Lo que explica el optimismo del irlandés del cuento, quien, lanzado al espacio desde la altura de un quinto piso, se iba diciendo, en su fácil y acelerado descenso hacia las losas de la calle, por el camino más breve: hasta ahora voy bien.”
Juan de Mairena. A. Machado.


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“Porque la presencia es salir a la luz, siempre hay un dentro, una impenetrabilidad. Y esto forma parte necesariamente de la claridad, de la presencia: nada puede aparecer sin tener al mismo tiempo una profundidad, una inagotabilidad; presencia es al mismo tiempo enigma; la pesadez de la roca, la dureza, el color, son presencia, por eso mismo son profundidad que no se deja agotar, explicar, que no se deja reducir a nada, que es; ciertamente la ciencia (moderna) puede “explicar” el color (como frecuencia y longitud de onda), la pesadez (como cantidad de una determinada magnitud física, definida por operaciones matemáticas), etc; pero lo que así resulta ya no es color ni pesadez; la pesadez como tal, el color como tal, la dureza como tal, no están presentes (en su irreductible presencia) en ninguna fórmula matemática; la “explicación” lo único que ha conseguido es que la pesadez, la dureza y el color como tales, se esfumasen; la presencia sólo es presencia en cuanto permanece inexplicada. La presencia es al mismo tiempo impenetrabilidad; el aparecer es al mismo tiempo substraerse. Por eso en la filosofía griega la noción de presencia se encuentra siempre en una oposición.

Ahora bien, como esta oposición es “ser/no-ser” y esto tiene que ver con el perecer, con la muerte, para una mentalidad moderna parece que estamos mezclando dos cosas distintas: la impenetrabilidad, la “profundidad” de que hemos hablado, con el “dejar de existir” que es el perecer. Sin embargo, para los griegos no había tal “existir”. Nacer es llegar a la luz, y perecer es hundirse, abandonar la luz, renunciar a la presencia; lo que está –lo que se (sos)tiene- en la luz sigue perteneciendo a lo impenetrable, sigue en definitiva impenetrable, y por ello ésta ha de ser la última palabra, la conclusión de su presencia. La verdad (no sólo la presencia de cada cosa) es en definitiva ocultamiento, no-ser. Por eso la muerte es la última palabra –lo definitivo- del ser-hombre (“ser” que consiste en la verdad) ; los hombres son “los mortales”; la muerte es la impenetrabilidad misma del ser humano, es aquello que, siendo la posibilidad más esencial, la única que no tiene vuelta de hoja, por eso mismo jamás es presente, jamás puede ser presentada, dicha (puesta de manifiesto), imaginada o comprendida; Heráclito dice “a los hombres les aguarda muertos lo que no esperan ni se figuran”; no dice sólo que no se figuran lo que les aguarda (es decir: que les aguarda algo que no se figuran), lo que podría interpretarse en el sentido de una mera ignorancia de los hombres acerca del “más allá” (aunque fuese una ignorancia necesaria); lo que dice es que “cuanto no (o “lo que no”) esperan ni se figuran” –es decir: lo no conjeturable ni esperable, en cuanto no conjeturable ni esperable, lo incomprensible, el abismo- forma parte (y precisamente como lo único inevitable y definitivo) del proyecto, de la posibilidad (por eso “aguarda”) que constituye el ser humano; y esto que, como remisión a lo impenetrable, forma parte necesariamente de la existencia, es lo que llamamos la muerte; no es un acontecimiento que se presenta al final (porque precisamente no “se presenta”, no es nunca presente), sino posibilidad (siempre posibilidad –“aguarda”-, pero siempre la única necesaria) que configura en todo momento el proyecto que es nuestra existencia".

Historia de la Filosofía (vol. I). F. Martínez Marzoa.